miércoles, 8 de diciembre de 2010

El día N.

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Cuando era pequeña, en mi casa quedaba oficialmente inaugurada la Navidad el día en que mi padre, después de comer, nos miraba sonriente y decía: “Mañana, si no llueve, vamos al monte a por musgo para el Nacimiento”. Ese era el pistoletazo de salida a unos días que, no sé cómo, mi madre ha conseguido que se mantengan entrañables y llenos de ilusión aun hoy, que de niños ya no tenemos nada. Al menos en cuanto a edad se refiere.

Y empezaban los preparativos para ir al monte:

Lo primero de todo era limpiar las katiuskas (ahora que lo pienso no sé para qué lo hacíamos si las íbamos a traer llenas de barro). Con la escusa de que con las katiuskas hay que poner un calcetín gordo, mi madre siempre nos las compraba dos números más grandes y luego pasaba lo que pasaba. Los calcetines nunca eran lo suficientemente gordos y andábamos como patos porque nos quedaban grandes. Yo llegué a ponerme hasta dos pares de calcetines, uno encima de otro, para rellenarlas pero no había manera.

Lo siguiente era preparar la ropa. La camiseta de algodón de manga larga, una camisa de aquellas de cuadros (de leñador las llamábamos), un jersey de lana grueso, pantalón viejo de pana, por supuesto los calcetines para rellenar las katiuskas y el chubasquero.

Entre las risas y el alboroto por los preparativos, todos mirábamos al cielo. Ninguno lo decía pero todos pensábamos lo mismo: que no llueva, por favor que no llueva.

Por la mañana los tres nos levantábamos llenos de nervios y ansiosos por que mi padre llegase de trabajar. Preguntábamos tantas veces por minuto “¿qué hora es?” que mi madre acababa por aburrirse y nos amenazaba con no poder ir a por musgo. Y así, con esa sutileza, mi madre nos convertía en los tres niños más buenos del mundo. Al menos durante esa mañana.

Al mediodía la bocina de la furgoneta anunciaba que papá ya estaba en la panadería descargando los últimos restos del día. El cloc, cloc, cloc, de las albarcas subiendo por las escaleras era el sonido del final de otro día de trabajo. Se quitaba las albarcas y las dejaba en un rincón junto a la puerta, entraba e iba en busca de mi madre para darla un beso. Después de levantar todas las tapas de las cazuelas para “afanar”, a pesar de las quejas de mi madre, un bocado de cada una de ellas nos preguntaba: “¿Tenéis todo preparado?, pues venga a comer y nos vamos al monte”.

Y comíamos deprisa, masticando lo justo, con ansia, sin protestar, rapidito, sin perder tiempo. Pedíamos permiso para levantarnos, nos cambiábamos de ropa y ya listos con katiuskas en pie y bolsas en mano, mirábamos ansiosos como mi padres daban el último sorbo al café y se miraban cómplices aguantándose la risa al ver nuestras caras impacientes.

Y, por fin, nos íbamos.

Continuará…

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Nosotros lo comprábamos en la librería, con la nieve de mentiras y el espumillón.

Me gusta tu historia, Anjanuca. Espero desde ya la continuación.

Un abrazo.

Jose dijo...

Entrañable entrada,muy entrañable,pero yo no veia el tiempo que esto se acabara.El dia que pille a mi madre poniendo los juguetes de reyes con 6 años se fastidiaron la ilusion navideña.
Un beso y me alegro de que conserves la ilusion

fermin dijo...

La magia que estas fechas tenia en nuestra infancia nos acompañará toda la vida.
Un petó, paisanuca

Cantares dijo...

Que tierno relato!
Espero la continuación.
Por aquí no se le daba tanta importancia al arbolito los regalos los traian los reyes magos y la noche del 24 la gente iba a misa de gallo a media noche y luego cenaba.
Mucho menos comercial y más familiero
Besos

El tejón dijo...

Que pena que mis niñas ya han crecido.
Un besuco Anjanuca, ya me dirás cuando vienes.

Almudena dijo...

¿Pero a que tu Nacimiento era el más bonito del mundo, Anderea?

¡Qué pena Jose Manuel! Nosotros somos ahora peor que cuando éramos pequeños e inocentes.

Por supuesto Fermín.

Mirá, pues yo no recuerdo haber ido a Misa del Gallo nunca. Nos pillaba cenando ;)

El 22, Tejón, como la lotería.

Besucos.