miércoles, 22 de diciembre de 2010

Esta Navidad…

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…Deseo que paséis unas fiestas cálidas y entrañables en compañía de todas las personas que amáis y que os aman.

Que el año que va a comenzar sea especialmente generoso con vosotros y os regale una vida serena y plena, una vida llena de alegrías y momentos enriquecedores. Que, como decía Gandhi, os de fortuna y éxito sin quitaros la razón, la humildad y la dignidad.

Lo deseo esta Navidad…

…Y todos los días de mi vida.

 

Gracias a todos por un año más de hermosa amistad y compañía.

 

Foto: Postal navideña de Juan Ferrándiz.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Elegancia.

El Diccionario de la Real Academia Española define la palabra elegancia como forma bella de expresar los sentimientos. También nos dice que es la cualidad de elegante.

Buscamos elegante y el DRAE nos ofrece varias definiciones:

1. adj. Dotado de gracia, nobleza y sencillez.

2. adj. Airoso, bien proporcionado. Animal, estilo, movimiento elegante.

3. adj. Dicho de una persona: Que tiene buen gusto y distinción para vestir.

4. adj. Dicho de una cosa o de un lugar: Que revela distinción, refinamiento y buen gusto

Viene esto a cuento porque hace tiempo que tenía pensado poneros un vídeo que encontré en youtube de una mujer elegante donde las haya. Su porte, sus movimientos, ese estilo para llevar el traje de su tierra, esos matices en la voz.

Con permiso del DRAE añado otra definición a la palabra elegante:

5. adj. Dicho de una artista: Doña Lucha Villa.

 

Unica y grande.

martes, 14 de diciembre de 2010

Decoración navideña.

Antes que nada pido disculpas por el retraso pero esta semana voy un poco loca.

Aunque el año anterior habíamos guardado los adornos con sumo cuidado en la más que vieja caja de madera que en su día contenía botellas de vino, alguna fuerza misteriosa había vuelto a enmarañar de nuevo las bolas, estrellas, espumillón, figuritas varias y luces. Por lo tanto antes que nada había que armarse de paciencia para ir separando cada cosa con mucho cuidado para no romper nada. Sobre todo las bolas de mil colores que eran de “mírame y no me toques”. En la operación desenredo el suelo se iba llenando de trocitos de papel brillante y purpurina de mil colores que, como no parábamos quietos dos segundos, íbamos esparciendo poco a poco por toda la casa.

Cuando, por fin, conseguíamos ganar la batalla al enredo navideño mi madre nos iba dando cosas y nosotros las repartíamos por todos los sitios posibles. El sentido de la decoración no importaba en absoluto, de lo que se trataba era de colocar como fuese desde el primer adorno hasta el último. Había espumillón rodeando los marcos del espejo de la entrada y los de los cuadros del salón, bolas colgando de las lámparas, el frutero de cerámica de la cocina dejaba de serlo para convertirse en un “¿precioso?” centro de Navidad lleno de más espumillón y más bolas, y con unas plantillas de cartulina y un bote de spray que contenía nieve de mentiras hacíamos dibujos de estrellas en las ventanas.

Había adornos por los sitios más insospechados. ¡Madre mía! Aún recuerdo aquella horrorosa figura de Lladró (una china paliducha, regalo de algún enemigo despiadado de la familia) que había en el mueble de la entrada. Además del gorro de lana que mi padre llevaba a trabajar y que siempre acababa encima de su cabeza, nosotros le poníamos una bufanda de espumillón verde tan larga que teníamos que darle dos vueltas para que no colgase por encima del mueble. Menos mal que en mi pueblo no hay embajada de China porque hubiésemos tenido un serio conflicto internacional.

En casa nunca se puso el árbol de Navidad porque mis padres tenían claro que eso “no era nuestro”, “lo nuestro” era el Nacimiento. A pesar de todo el ficus del salón no libraba. Mi madre que estaba orgullosa de su precioso ficus nos dejaba cubrirle de adornos y luces (el pobre tenía la mala suerte de estar situado cerca de un enchufe) hasta que quedaba absolutamente irreconocible. Por lo tanto en casa se ponía el Ficus de Navidad.

Cuando ya no quedaba nada más que colgar, ayudábamos a mi madre a recoger las cajas vacías y las guardábamos todas debajo del Nacimiento y, para que no se viesen e hiciese feo se rodeaba con una sábana que sujetábamos con chinchetas al borde del tablero y que, a su vez, se tapaban con las últimas tiras de espumillón reservadas para ello.

¡Ah! y he olvidado decir que toda esta tarea amenizada con unos alegres villancicos que sonaban a todo trapo en el radiocasette y a los que hacíamos los coros como auténticos profesionales.

Y una vez terminadas las felices tareas de poner el Nacimiento y adornar la casa, todo estaba listo para pasar unos entrañables días de familia y amigos.

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sábado, 11 de diciembre de 2010

3ª parte: El Nacimiento.

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Poner en Nacimiento era todo un ritual.

Lo primero que había que hacer era ir de un momento a la playa a buscar arena para los caminos. En cuanto mi padre decía eso ya estábamos los tres en la puerta caldero en mano. Cuando llegábamos a la playa nos tirábamos casi en marcha del coche y corríamos hacia la orilla oyendo a nuestras espaldas la voz de mi padre que advertía que no nos acercásemos al agua. Evidentemente la arena de la orilla era la mejor porque estaba mojada y así los caminos del Nacimiento se “asfaltaban” mejor. Escarbábamos en la arena con auténtica concentración y cuando el caldero estaba lleno nos lavábamos las manos en alguna de las pozadas que la marea deja junto a las rocas. Y así con las manos moradas por el frío, no tengo que explicaros el frío que hace en mi tierra en diciembre, llegábamos a casa corríamos a ponerlas encima del radiador para calentarlas.

El siguiente paso era rescatar el tablero cuya única utilidad era sostener durante unos días al año el Nacimiento. Como dicho tablero llevaba desde el año anterior abandonado en un rincón del garaje estaba siempre adornado por unas preciosas telas de araña tejidas con paciencia por unos bichos inmundos que tenían el tamaño de un centollo, por eso, ir a buscar el tablero y los caballetes era lo que menos me gustaba y siempre procuré mantenerme a una distancia prudencial como de cinco metros.

Después de dar un buen lavado, a base de manguera, a lo que iba a ser el sostén de nuestro Nacimiento, íbamos a la pila de leña que había en la parte trasera de la panadería para buscar un tronco bonito que sirviese de montaña. No servía uno cualquiera. El tronco, obligatoriamente, debía tener huecos donde poder poner un poco de tierra para sembrar unas lentejas que, en pocos días, serían unos árboles perfectos para nuestra montaña. Al llegar a casa con nuestro magnífico tronco que, curiosamente, siempre nos parecía mejor que el del año pasado, mi madre ya nos esperaba sonriente con un paquete de lentejas en la mano.

Mientras mi padre colocaba los caballetes y el tablero junto a la pared, nosotros tres ayudábamos a mi madre a traer las cajas que contenían las figuras y los adornos navideños. ¡Cómo nos costaba dominar las manos para no empezar a desembalar todo!

Y comenzaban las obras. Lo primero era decidir en qué lado colocaríamos el Portal. Una vez decidido, poníamos el Portal en el lugar seleccionado y nos quedábamos un rato embobados contemplándolo. Nuestro Portal de Belén era precioso. Le había hecho mi padre con corteza de árbol y maderas y hasta tenía un ramillete de guindillas colgado en uno de los laterales simulando ser una ristra de pimientos choriceros. Mi madre nos sacaba del atontamiento y empezábamos a tapizar el resto del tablero con el musgo. Después, colocábamos la “gran montaña” y comenzábamos a separar los tapines de musgo para marcar lo que más tarde se convertirían en caminos de arena. Unos trozos de espejo rotos (hay que ver la de años que ha durado después de roto) formaban el río que siempre nacía en la falda de la montaña y desembocaba en la pared.

Y por fin, nos dejaban empezar a desembalar las figuritas. A medida que las íbamos sacando de los papeles de periódico donde las envolvíamos antes de guardarlas montábamos un alboroto tremendo. Como si fuese la primera vez que las viésemos: las lavanderas, los pastores, las casitas de barro, el palacio de Herodes, las ovejas, los patos, las vacas, todas y cada una de las figuras eran un nuevo descubrimiento.

Y… a colocar cada una donde la tocaba: los Reyes Magos un poco antes del castillo de Herodes (estaban de camino), las lavanderas al río, algunos pastores cuidando del ganado, otros caminando por los caminos dirigiéndose al Portal con ofrendas al niño, Herodes presidiendo su castillo y dos guardias reales vigilando la puerta, un ángel anunciador en lo alto de un árbol (una rama cogida al azar en la huerta) bajo el que se cobijaban unos pastores al calor de la hoguera hecha con un trozo de espumillón rojo, los patos también al rio, las gallinas en el corral de una casa … y así hasta que ya no quedaba nada dentro de las cajas.

Cuando ya pensábamos que habíamos terminado… mi madre nos sorprendía con una nueva figura, o una casa que había comprado días antes en la librería “La religiosa” de Santander. ¡Qué ilusión nos hacía! Y ¡Qué bonito quedaba nuestro Nacimiento con la nueva aportación!

Después de admirar y alabar todo lo admirable y alabable de nuestra obra de arte los cinco nos dirigíamos a la cocina y mi madre sacaba una bandeja con turrones, mazapanes, y polvorones que disfrutábamos mientras echábamos una divertida partida de parchís en familia.

De los adornos hablaremos mañana ¿De acuerdo?.

Foto: Detalle del Belén Napolitano de la Fundación March.

jueves, 9 de diciembre de 2010

2ª Parte: P'al monte vamos.

Los Tojos - Rio Saja

Y por fin nos íbamos.

Mi padre encabezaba la expedición y nosotros le seguíamos como corderos. De camino los consejos: “mirad donde pisáis, si hay una alambrada primero paso yo y luego vosotros de uno en uno y con cuidado, ojo con las piedras que están húmedas y resbalan…” Y nosotros, si a todo aunque a la hora de la verdad era como si mi padre hubiese hablado al viento.

Antes de comenzar la aventura había que atravesar algún que otro “prao” vallado con estacas y alambre de espino para que no se saliese el ganado. Mi padre era el primero en pasar. Buscaba un lugar del vallado junto a una piedra, apoyaba una mano en su vara de espino y con la otra sujetaba con cuidado el alambre y cruzaba al otro lado. Una vez pasada la frontera, pisaba la alambrada para bajarla hasta nuestra altura y que pudiésemos pasar. Cruzábamos los “praos” con cuidado de no molestar a las vacas que, a pesar de ser el animal más tonto y torpe que conozco, hay que ver lo feo que miran. Recuerdo una vez que estaba tan pendiente de cómo me miraban las vacas que no me di cuenta y pisé en un sitio que estaba demasiado encharcado y dejé la katiuska atrás (me quedaban grandes, ya he dicho que los calcetines nunca acababan de llenarlas) y metí el pié en una boñiga. Lo peor, el cachondeo posterior.

Ya en la falda del monte, nuestra impaciencia nos obligaba a coger el primer musgo que veíamos y mi padre siempre nos decía: “esperad un poco que ese es feo. Vamos un poco más arriba que el otro día cazando vi una zona donde hay unos tapines grandes y muy bonitos.” De camino, como buen cazador y amante de la naturaleza, mi padre nos iba descubriendo cosas:

- Mirad ahí arriba.

- …

- ¿No lo veis?

- …??

- A ver, mirad bien ¿qué es?

- Un árbol.

- Ya ¿pero no veis nada en el árbol?

- Hojas.

- ¡Ramas!

- ¡Un nido! ¿pero no le veis?

- ¿dónde? ¿dónde?

- Ahí arriba, en la rama de la derecha.

Y acabábamos diciendo que sí para no perder más tiempo, pero la verdad es que… En fin, que yo nunca fui capaz de ver un nido entre tanta rama, hoja, enredadera…

Lo peor era cuando uno de mis hermanos sí que veía el maldito nido y mi padre preguntaba qué pájaro le había hecho. O cuando nos señalaba una plantita y nos preguntaba qué árbol era, o cuando en el camino se cruzaban huellas y pretendía que supiésemos que eran de un jabalí… ¡Pobre papá! Siempre llegaba a la conclusión de que tanto esfuerzo para darnos estudios y al final le habíamos salido tontos. Tres niños de pueblo y no sabían distinguir una vaca de una oveja. Esto para un hombre que cuando fui a la universidad me dijo: “Cuando te pregunten de dónde eres diles que de pueblo, que es el mejor sitio de donde se puede ser”, debía de ser una gran decepción.

Y por fin llegábamos al lugar prometido. Y sí, como casi siempre, mi padre tenía razón. El musgo era más verde, más bonito, los tapines que arrancábamos eran mucho más grandes. Lo que más recuerdo de ese momento era el olor. El olor del musgo es algo que me encanta. Me encantaba y aún sigue encantándome arrancar un tapín y acercármele a la nariz para olerle. ¡Qué rico olor!

Una vez llenas las bolsas, vuelta sobre nuestros pasos a cruzar prados con vacas mal encaradas y saltar vallas de alambre de regreso a casa.

Al llegar a casa, lo primero era extender el musgo en el garaje para que se secase (si no estropeaba las figuras del Nacimiento que eran de barro) y luego, ducha, ponernos ropa seca y a hincarle el diente a un buen bocadillo de chorizo (no os imagináis el hambre que da el monte) y a contarle a mi madre toda la aventura.

Hay que esperar a que el musgo seque así que el nacimiento lo pondremos pasado mañana.

(Vale, lo confieso. Es que mañana tengo una cena y no podré pasarme por estos lares.)

Foto: Río Saja a su paso por Los Tojos. Los colores de otoño en mi tierruca.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

El día N.

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Cuando era pequeña, en mi casa quedaba oficialmente inaugurada la Navidad el día en que mi padre, después de comer, nos miraba sonriente y decía: “Mañana, si no llueve, vamos al monte a por musgo para el Nacimiento”. Ese era el pistoletazo de salida a unos días que, no sé cómo, mi madre ha conseguido que se mantengan entrañables y llenos de ilusión aun hoy, que de niños ya no tenemos nada. Al menos en cuanto a edad se refiere.

Y empezaban los preparativos para ir al monte:

Lo primero de todo era limpiar las katiuskas (ahora que lo pienso no sé para qué lo hacíamos si las íbamos a traer llenas de barro). Con la escusa de que con las katiuskas hay que poner un calcetín gordo, mi madre siempre nos las compraba dos números más grandes y luego pasaba lo que pasaba. Los calcetines nunca eran lo suficientemente gordos y andábamos como patos porque nos quedaban grandes. Yo llegué a ponerme hasta dos pares de calcetines, uno encima de otro, para rellenarlas pero no había manera.

Lo siguiente era preparar la ropa. La camiseta de algodón de manga larga, una camisa de aquellas de cuadros (de leñador las llamábamos), un jersey de lana grueso, pantalón viejo de pana, por supuesto los calcetines para rellenar las katiuskas y el chubasquero.

Entre las risas y el alboroto por los preparativos, todos mirábamos al cielo. Ninguno lo decía pero todos pensábamos lo mismo: que no llueva, por favor que no llueva.

Por la mañana los tres nos levantábamos llenos de nervios y ansiosos por que mi padre llegase de trabajar. Preguntábamos tantas veces por minuto “¿qué hora es?” que mi madre acababa por aburrirse y nos amenazaba con no poder ir a por musgo. Y así, con esa sutileza, mi madre nos convertía en los tres niños más buenos del mundo. Al menos durante esa mañana.

Al mediodía la bocina de la furgoneta anunciaba que papá ya estaba en la panadería descargando los últimos restos del día. El cloc, cloc, cloc, de las albarcas subiendo por las escaleras era el sonido del final de otro día de trabajo. Se quitaba las albarcas y las dejaba en un rincón junto a la puerta, entraba e iba en busca de mi madre para darla un beso. Después de levantar todas las tapas de las cazuelas para “afanar”, a pesar de las quejas de mi madre, un bocado de cada una de ellas nos preguntaba: “¿Tenéis todo preparado?, pues venga a comer y nos vamos al monte”.

Y comíamos deprisa, masticando lo justo, con ansia, sin protestar, rapidito, sin perder tiempo. Pedíamos permiso para levantarnos, nos cambiábamos de ropa y ya listos con katiuskas en pie y bolsas en mano, mirábamos ansiosos como mi padres daban el último sorbo al café y se miraban cómplices aguantándose la risa al ver nuestras caras impacientes.

Y, por fin, nos íbamos.

Continuará…

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Poesía para niños.

Algo me dice que mi "peca" favorita tiene claro que de mayor quiere ser poeta. Herencia paterna, supongo.

El poema de Lucía me hizo pensar que si ya es difícil intentar que un niño se interese por la lectura no te digo nada de lo que será que lo haga por un género como la poesía. Y me pregunté: ¿Habrá alguna editorial que tenga poesía infantil lo suficientemente llamativa como para que a un niño le entre el "gusanillo"?

Así que el sábado, aprovechando que tenía que comprar un regalito para un peque que el domingo cumpliría cuatro añazos,  entré en una tienda de juegos didácticos y me di un paseo por la sección librería a ver si encontraba algún libro de poesía.

No os imagináis las maravillas que publican las editoriales infantiles: cuentos, libros interactivos, libros-puzzle, libros de manualidades sencillas y divertidas, libros para aprender los números, o las letras, o cómo interpretar el calendario, o palabras en otros idiomas… Tuve en las manos un libro de papiroflexia, con un juego de papeles maravillosos de diversas texturas, colores y tamaños, que libró por muy poco.Ya lo he apuntado en mi libreta de "próximas compras".

Y así revolviendo y disfrutando en ese paraíso infantil… ¡Poesía! Si señores, hay poesía para niños. Y bellísima. Tan bella que no me pude resistir.

Estas fueron mis compras:

elcuentodesofia

"Os presento a Sofía,

una niña muy pecosa,

que era valiente de día…

… y por las noches miedosa."

Así comienza la historia de esta niña que tiene miedo a la oscuridad. ¿Conseguirá vencer ese miedo?

El texto, de Leo Gómez, es por completo en verso. Las ilustraciones, de Susana Rodríguez, son sencillas, tiernas, simpáticas. Preciosas.

minipoesia

Esta cajita de papel reciclado contiene en su interior siete poemas fantásticos. Algunos ya conocidos por todos como "La canción del pirata" de Espronceda o una bonita mini adaptación de "Cyrano de Bergerac". También hay un poema de Rubén Darío y unos versos cortitos para aprender el abecedario con los nombres de los animales. ilustraciones que acompañan a cada poema son fabulosas.

Los libros están editados por Itsimagical, la editorial de las jugueterías Imaginarium. Tanto en "El cuento de Sofía" como en la cajita de mini poemas, cada verso ocupa una página y va acompañado por su ilustración y, al final , se junta todo el poema por si alguien se atreve a aprenderlo de memoria para luego recitárselo a la familia o a los amigos.

Libros didácticos y divertidos así que, padres que pasáis por esta casa, os recomiendo que cuando escribáis la carta a Sus Majestades los Reyes Magos de Oriente (el gordo del albornoz es un cutre y no tiene de esto) pidáis una poesía para vuestros hijos.

Felices sueños a todos.