Poner en Nacimiento era todo un ritual.
Lo primero que había que hacer era ir de un momento a la playa a buscar arena para los caminos. En cuanto mi padre decía eso ya estábamos los tres en la puerta caldero en mano. Cuando llegábamos a la playa nos tirábamos casi en marcha del coche y corríamos hacia la orilla oyendo a nuestras espaldas la voz de mi padre que advertía que no nos acercásemos al agua. Evidentemente la arena de la orilla era la mejor porque estaba mojada y así los caminos del Nacimiento se “asfaltaban” mejor. Escarbábamos en la arena con auténtica concentración y cuando el caldero estaba lleno nos lavábamos las manos en alguna de las pozadas que la marea deja junto a las rocas. Y así con las manos moradas por el frío, no tengo que explicaros el frío que hace en mi tierra en diciembre, llegábamos a casa corríamos a ponerlas encima del radiador para calentarlas.
El siguiente paso era rescatar el tablero cuya única utilidad era sostener durante unos días al año el Nacimiento. Como dicho tablero llevaba desde el año anterior abandonado en un rincón del garaje estaba siempre adornado por unas preciosas telas de araña tejidas con paciencia por unos bichos inmundos que tenían el tamaño de un centollo, por eso, ir a buscar el tablero y los caballetes era lo que menos me gustaba y siempre procuré mantenerme a una distancia prudencial como de cinco metros.
Después de dar un buen lavado, a base de manguera, a lo que iba a ser el sostén de nuestro Nacimiento, íbamos a la pila de leña que había en la parte trasera de la panadería para buscar un tronco bonito que sirviese de montaña. No servía uno cualquiera. El tronco, obligatoriamente, debía tener huecos donde poder poner un poco de tierra para sembrar unas lentejas que, en pocos días, serían unos árboles perfectos para nuestra montaña. Al llegar a casa con nuestro magnífico tronco que, curiosamente, siempre nos parecía mejor que el del año pasado, mi madre ya nos esperaba sonriente con un paquete de lentejas en la mano.
Mientras mi padre colocaba los caballetes y el tablero junto a la pared, nosotros tres ayudábamos a mi madre a traer las cajas que contenían las figuras y los adornos navideños. ¡Cómo nos costaba dominar las manos para no empezar a desembalar todo!
Y comenzaban las obras. Lo primero era decidir en qué lado colocaríamos el Portal. Una vez decidido, poníamos el Portal en el lugar seleccionado y nos quedábamos un rato embobados contemplándolo. Nuestro Portal de Belén era precioso. Le había hecho mi padre con corteza de árbol y maderas y hasta tenía un ramillete de guindillas colgado en uno de los laterales simulando ser una ristra de pimientos choriceros. Mi madre nos sacaba del atontamiento y empezábamos a tapizar el resto del tablero con el musgo. Después, colocábamos la “gran montaña” y comenzábamos a separar los tapines de musgo para marcar lo que más tarde se convertirían en caminos de arena. Unos trozos de espejo rotos (hay que ver la de años que ha durado después de roto) formaban el río que siempre nacía en la falda de la montaña y desembocaba en la pared.
Y por fin, nos dejaban empezar a desembalar las figuritas. A medida que las íbamos sacando de los papeles de periódico donde las envolvíamos antes de guardarlas montábamos un alboroto tremendo. Como si fuese la primera vez que las viésemos: las lavanderas, los pastores, las casitas de barro, el palacio de Herodes, las ovejas, los patos, las vacas, todas y cada una de las figuras eran un nuevo descubrimiento.
Y… a colocar cada una donde la tocaba: los Reyes Magos un poco antes del castillo de Herodes (estaban de camino), las lavanderas al río, algunos pastores cuidando del ganado, otros caminando por los caminos dirigiéndose al Portal con ofrendas al niño, Herodes presidiendo su castillo y dos guardias reales vigilando la puerta, un ángel anunciador en lo alto de un árbol (una rama cogida al azar en la huerta) bajo el que se cobijaban unos pastores al calor de la hoguera hecha con un trozo de espumillón rojo, los patos también al rio, las gallinas en el corral de una casa … y así hasta que ya no quedaba nada dentro de las cajas.
Cuando ya pensábamos que habíamos terminado… mi madre nos sorprendía con una nueva figura, o una casa que había comprado días antes en la librería “La religiosa” de Santander. ¡Qué ilusión nos hacía! Y ¡Qué bonito quedaba nuestro Nacimiento con la nueva aportación!
Después de admirar y alabar todo lo admirable y alabable de nuestra obra de arte los cinco nos dirigíamos a la cocina y mi madre sacaba una bandeja con turrones, mazapanes, y polvorones que disfrutábamos mientras echábamos una divertida partida de parchís en familia.
De los adornos hablaremos mañana ¿De acuerdo?.
Foto: Detalle del Belén Napolitano de la Fundación March.
4 comentarios:
Precioso!!!
Estos son los buenos momentos del pasado que nos siguen estimulando tiernamente en el presente.
Bello
Beso trasnochado
Bueeeno,a pesar de mi poca ilusion navideña,siempre me han gustado los belenes.Y por falta de espacio no he montado ninguno.Algun año hare algo....
Un beso
Así que era un nacimineto por todo lo grande. ¡Qué bien!
Un muxuku, Anjanuca.
Ahí le has dado Cantares, esos buenos momentos son los que impulsan a seguir ilusionados.
Yo tampoco tengo espacio Jose Manuel. Ahora vivo en un piso, pero aún así pongo mi mini Nacimiento. El portal y los Reyes. Y me parece el más bonito que he visto jamás :)
¡Un señor Nacimiento, Anderea!
Besucos a todos.
Publicar un comentario