viernes, 28 de octubre de 2011

La vuelta al cole en los 70 – II Parte.

Mujer escribiendo 1934

Como por aquel entonces mi madre aún no tenía permiso de conducir, si había que ir Santander, se iba por la tarde, después de comer ya que papá no podía llevarnos por la mañana porque trabajaba. Siempre comprábamos los libros en la librería Estudio que fue mi primera librería y, durante muchos años mi única librería hasta que descubrí la, hoy desaparecida, librería Hispano Argentina. En la librería había que hacer una cola kilométrica para comprar los libros porque todos los padres de la provincia se ponían de acuerdo para comprarlos el mismo día. Cuando, llegaba el “¡al fin nos toca!” se le daba la lista al dependiente y éste se giraba y empezaba a coger un libro de cada montón que tenía previamente preparado detrás de él. Los ponía encima del mostrador y hacía un repaso con la lista para asegurarse de que no faltaba ninguno, entonces mi madre pagaba y nos íbamos a la sección papelería para hacer otra cola igual de kilométrica que la de los libros pero que avanzaba al paso del caracol.

A mi esta cola me gustaba mucho más porque me permitía disfrutar sin prisas de algo que me encantaba: mirar todas esas estanterías llenas de lápices de colores, cajitas de acuarelas, gomas de borrar, bolígrafos, papeles, sobres, cuadernos y muchísimas cosas más todas ellas de mil formas y colores. La zona de papelería de la librería Estudio era, y sigue siendo, un auténtico paraíso. Busques lo que busques está allí.

Cuando llegaba nuestro turno, nos acercábamos al mostrador y comprábamos los cuadernos, los rollos de forro plástico para proteger los libros y la cinta adhesiva transparente para pegar el forro.

A pesar de todo lo que había para escoger nuestras madres lo tenían claro y no daban opción: los cuadernos eran de cuadro o de rayas, con tapa lisa dura o blanda, las pinturas la de Alpino que pintaban igual que las otras pero eran mucho más baratas, el forro en rollos de cinco metros transparente sin dibujitos ni tonterías… Vamos, madres prácticas, auténticas economistas de sus casas que, como decía mi abuela, “afeitaban un huevo al aire y hacían una peluca”. A nosotros nos daba igual, total a los pocos meses de curso ya cada uno había decorado sus pertenencias dándolas un toque personal único a base de pegatinas, fotos su cantante favorito, fragmentos de poemas escritos en colores, el dibujo de algún compañero artista que te decoraba lo que quisieses, algún corazón atravesado por una flecha con el nombre del que sería el amor de tu vida…. Si nuestras carteras, carpetas, pinturas y demás utensilios eran nuevos o no o si tenían o no una marca determinada nos importaba un rábano.

Pero lo mejor, lo mejor del día era cuando llegábamos a casa, sacábamos todo de las bolsas y lo poníamos encima de la mesa de la cocina. En ese mismo instante con ayuda de mis padres empezaba a forrar los libros. Era una tarea que siempre me gustó. Sentir el tacto y el olor de los libros nuevos, extender el forro y poner un libro encima para calcular la medida exacta (se aprovechaba hasta el último centímetro), cortar con cuidado el forro deslizando las hojas de las tijeras con un movimiento rápido y seguro para que no se torciese, pegar el forro primero a las tapas por dentro y luego, una vez fijo, hacer un pequeño corte en el sobrante que había encima del lomo, doblar las esquinas y acabar de pegarlo. Escribía mi nombre en la primera página, en la esquina inferior, a la derecha, y listo.

Pasados los años, cuando ya no necesitaba la ayuda de mis padres para hacerlo, me gustaba forrar los libros a solas en la mesa de estudio de mi habitación. Era un momento muy íntimo, muy mío y de mis libros. Nadie más cabía en esa relación. En casa lo sabían y nunca nadie osó interrumpir esa tarea.

Cuadro: Mujer escribiendo (Pablo Picasso)

miércoles, 26 de octubre de 2011

La vuelta al cole en los 70 – I Parte.

Cada año, unos días antes del comienzo del curso escolar, mi madre revolucionaba nuestras habitaciones porque tenía que hacer revisión de todo el material escolar y ropa del año anterior para ver qué estaba en buen estado y no era necesario comprar o, por el contrario, qué necesitaba ser repuesto. Y la inspección se hacía a fondo porque, en aquellos años, a nadie se le pasaba por la cabeza que había que comenzar el curso con todo el material nuevecito. Los más afortunados, como yo que era la mayor, estrenábamos libros pero si eras el segundo, como mi hermano Manolo, estabas perdido porque los heredabas. No tengo que explicar lo que estrenaba Oscar, el tercero, los zapatos y porque con el “estirón” le habían crecido los pies.

A pesar de ser la mayor, nunca fui una niña que estrenase muchas cosas:

El uniforme, que por cierto me le hacía mi madre que para eso era modista y haciéndole ella salía más barato, me duraba tres o cuatro cursos porque mi madre, al coserle le dejaba por dentro dos metros de tela en las costuras que se iban descosiendo y adaptando cada año sacando los centímetros necesarios. Un buen toque de plancha dejaba la falda como nueva. Solía ser necesario reponer un par de jerséis y de camisas, los zapatos no porque aquellos horribles y pesados “Gorilas” duraban toda la vida. No es broma, yo tuve unos que luego heredaron otras dos primas. Haga cuentas de los años.

Como siempre fui una niña muy cuidadosa con las cosas, tampoco había que hacer grandes gastos de material escolar. Yo usaba un estuche doble, de esos que al abrirle tenía en una tapa los lápices de colores, en la otra los rotuladores y en el medio una pestaña en la que se colocaban por un lado un bolígrafo rojo, otro azul, un lápiz, goma de borrar y sacapuntas, una tijera que no cortaba ni el papel y una pequeña regla de esas con las que se podía no sólo hacer líneas rectas sino también letras y números muy chulos. En el lado opuesto de esa pestaña había una escuadra, un cartabón y un transportador de ángulos. Una preciosidad que cuando lo abría dejaba escapar un aroma inconfundible a madera, tinta y goma. Cuando mi madre pasaba revisión a mi estuche siempre sonreía porque, la mayoría de los años, apenas había que reponer nada si acaso la goma de borrar de la que ya sólo quedaba un cachito y el lápiz y uno de los bolígrafos que ya estaban a punto de agotarse.

Estuche

La cartera, en mi época los niños no teníamos problemas de espalda y llevábamos los libros a pulso, estaba fabricada con un material irrompible y, como mucho, lo único que necesitaba era una pasadita con un trapo húmedo, luego se ponía un rato en la ventana para que se secase y… lista para aguantar otro año más.

Los diccionarios a los que con el paso de los años y el uso, a veces, se les despegaban un poco las tapas, los arreglaba mi madre con mucha maña y un poco de pegamento “Supergén”. Y recuerdo un año que se me había roto un poco una carpeta de esas de cartón duro que se cerraban con dos elásticos y mi madre me hizo un remiendo precioso con una tela de colores. Quedó chulísima y original. A mi madre siempre se le dieron muy bien las manualidades.

Y, por fin, llegaba el momento en que mi madre decía la frase mágica: “pasado mañana vamos a Santander a comprar los libros”.

jueves, 20 de octubre de 2011

Gracias a mi prima.

Soy la segunda de una tanda de veintidós primos. Por encima de mí está mi prima Marian que es tres años mayor. Cuando Marian acabó el instituto, decidió que quería seguir la tradición familiar: estudiaría odontología. Por aquellos tiempos en España se empezaba la carrera a los dieciocho años y, con especialidad y mucha suerte, se terminaba cerca de la edad de jubilarse así que, aprovechando que su economía familiar era algo más que solvente, se fue a cursar la carrera a Buenos Aires.

Todos los años por Navidad regresaba a casa para pasar las vacaciones en familia. Recuerdo que cuando su madre, mi tía, nos anunciaba "la semana que viene llega Marian" yo daba saltos de alegría. Independientemente del deseo de volver a verla y que me contase cosas de allá, la llegada de mi prima suponía dos cosas:

La primera que traía aquellas preciosas cajitas rojas, decoradas con unas muñecas rusas, de chocolate en rama de Bariloche. La primera vez que probé esas ramitas comenzó una de mis adicciones confesables. ¡Qué delicia! De verdad que intentaba que me durasen pero era imposible en una tarde sólo quedaba la caja.

Queda como anécdota en la familia que, cuando acabó la carrera, mientras todos la felicitaban a mí sólo se me ocurrió decir: ¡Se jodió el chocolate!

caja-chocolate-en-rama-155-grs- caja-4-barritas

La segunda cosa que esperaba con los brazos abiertos eran esos libritos de tiras cómicas del humorista Fernando Sendra cuyo formato y estilo me recordaban a mi siempre amada Mafalda. Eran las historias de "Yo Matías". Las ilustraciones no son tan elaboradas como las del maestro Quino, son de trazos sencillos, casi infantiles, pero muy expresivos. Las viñetas reflejan las reflexiones, pensamientos, sentimientos y sentencias de un niño pequeñito que vive con su madre y que tiene como mascota un perro que es una botella. Matías es pura ternura e ironía.

Yo matias1

matiastira1

matiastira2

matiastira3

matiastira4

matiastira5

matiastira6

De esto hace ya la friolera de casi 28 años´y bien pensé que nunca más volvería a disfrutar ni de las ramitas de chocolate ni de Matías (he intentado mil veces que mi prima me regalase los suyos, he llegado incluso usar las artes del vil chantaje, pero la muy egoísta nos los suelta ni borracha) pero, cosas del destino y la emigración hace tres años, encontré en internet la distribuidora en España de "Yo Matías" y, a través de mi librería, conseguí los cuatro libros que se han editado de momento aquí.

Como si fuese mi día de suerte, esa misma tarde, entré en una franquicia argentina MDQ a comprar unos sandwichitos de miga para cenar y en el expositor descubrí una preciosa caja roja,  con unas muñequitas rusas en la tapa, de chocolate en rama de Bariloche.

Guardo mis "Yo Matías" como si de incunables se tratase. En cuanto al chocolate en rama de vez en cuando me doy unos atracones  que, hasta yo me doy miedo.

domingo, 9 de octubre de 2011

Adivina

Hace tiempo que tengo abandonados a los niños, y eso no está bien así que esta entrada es para ellos. Quede claro que, como dice mi amiga Nati,  también está dedicada a los niños mayores de veinte años.

Adivina adivinador

¿Cuál es el árbol que no da flor?

IMG_0094

Es como algunas cabezas

y lleva dentro un cerebro.

Si la divido en dos piezas

y la como, lo celebro.

IMG_0098

En el campo me crié

atada con verdes lazos,

y aquel que llora por mí

me está partiendo en pedazos.

IMG_0103

Es el fruto con más brillo

y es de color amarillo.

 IMG_0092

Trepando despacio sube a su bebé

parece un oso de peluche y no lo es.

 Kiwis II

Primero fui blanca

después verde fui.

Cuando fui dorada

¡Ay, pobre de mí!

Naranjas

Las fotos las he sacado este año en la huerta y los frutales de mi padre.

domingo, 2 de octubre de 2011

Los últimos de septiembre.

Maquetación 1

¡Psché!, se ha dejado leer. Uno de tantos libros que quedará en el olvido.

Demasiadas historias empezadas y ninguna acabada, diría mi abuela que el autor es "aprendiz de todo y maestro de nada". Todas las páginas que ha malgastado en explicar el modelo de cámara fotográfica que usaba el protagonista lo podía haber empleado en desarrollar un poco más alguna de las historias de la novela que podían dar más de sí y se han quedado a medio camino o se han cerrado con demasiada prisa.

Es lo primero que leo de Houellebecq y, para muestra un botón, no creo que vaya a leer nada más.

 

Puro Cuento

Ha nacido en Mallorca una nueva editorial independiente: Ediciones Barragaña.  Y, en mi opinión, lo ha hecho con muy buen pie.

Puro Cuento, es una recopilación de cuentos y relatos breves de autores mallorquines nóveles. La editorial ha apostado por dar a conocer nuevos talentos y creo que ha acertado de lleno. Después de acabado el libro he regresado de nuevo a la mayoría de los relatos para volver a releerlos. Hay mucho talento y mucha imaginación dentro de esta pequeña recopilación y espero encontrar de nuevo en mi librería alguno de los autores que he conocido en Puro Cuento.