La democracia haitiana nació hace un ratito. En su breve tiempo de vida, esta criatura hambrienta y enferma no ha recibido más que bofetadas. Estaba recién nacida, en los días de fiesta de 1991, cuando fue asesinada por el cuartelazo del general Raoul Cedras. Tres años más tarde, resucitó. Después de haber puesto y sacado a tantos dictadores militares, Estados Unidos sacó y puso al presidente Jean-Bertrand Aristide, que había sido el primer gobernante electo por voto popular en toda la historia de Haití y que había tenido la loca ocurrencia de querer un país menos injusto.
La humillación imperdonable.
En 1803 los negros de Haití propinaron tremenda paliza a las tropas de Napoleón Bonaparte, y Europa no perdonó jamás esta humillación infligida a la raza blanca. Haití fue el primer país libre de las Américas. Estados Unidos había conquistado antes su independencia, pero tenía medio millón de esclavos trabajando en las plantaciones de algodón y de tabaco. Jefferson, que era dueño de esclavos, decía que todos los hombres son iguales, pero también decía que los negros han sido, son y serán inferiores.
La bandera de los libres se alzó sobre las ruinas. La tierra haitiana había sido devastada por el monocultivo del azúcar y arrasada por las calamidades de la guerra contra Francia, y una tercera parte de la población había caído en el combate. Entonces empezó el bloqueo. La nación recién nacida fue condenada a la soledad. Nadie le compraba, nadie le vendía, nadie la reconocía.
El voto y el veto.
Para borrar las huellas de la participación estadounidense en la dictadura carnicera del general Cedras, los infantes de marina se llevaron 160 mil páginas de los archivos secretos. Aristide regresó encadenado. Le dieron permiso para recuperar el gobierno, pero le prohibieron el poder. Su sucesor, René Préval, obtuvo casi el 90 por ciento de los votos, pero más poder que Préval tiene cualquier mandón de cuarta categoría del Fondo Monetario o del Banco Mundial, aunque el pueblo haitiano no lo haya elegido ni con un voto siquiera.
Más que el voto, puede el veto. Veto a las reformas: cada vez que Préval, o alguno de sus ministros, pide créditos internacionales para dar pan a los hambrientos, letras a los analfabetos o tierra a los campesinos, no recibe respuesta, o le contestan ordenándole:
-Recite la lección. Y como el gobierno haitiano no termina de aprender que hay que desmantelar los pocos servicios públicos que quedan, últimos pobres amparos para uno de los pueblos más desamparados del mundo, los profesores dan por perdido el examen.
Publicado por Eduardo Galeano en la revista Brecha.
Montevideo el 22 de julio de 1996.
5 comentarios:
Y ahora nos rasgamos las vestiduras y nos hacemos cruces, como si acabásemos de descubrir lo que está ocurriendo en el país antillano. Cuando se nos sequen las lágrimas de cocodrilo, nos volveremos a olvidar de Haití.
Hay mas Haitis.
Los paises ricos deberían hacer algo.
He enlazado tu entrada. Me ha ayudado a aprender, a ver con más matices en Haití también. Gracias, Anjanuca.
Un abrazo.
¿Qué propones hacer, Juan Nadie?
Ah, si yo supiese lo que se debe hacer, no estaría sentado delante del ordenador...
Juán Nadie, no creo que las lágrimas de los que vamos a pie sean de cocodrilo, si acaso, de rabia e impotencia. Tú mismo dices que no sabes lo que se debe de hacer.
Si Logio, demasiados Haitís en el mundo y demasiados sordos y ciegos en los países ricos.
Gracias a tí Anderea por tener siempre ojos, oidos y corazón abiertos.
Besucos a los tres.
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