Cada año, unos días antes del comienzo del curso escolar, mi madre revolucionaba nuestras habitaciones porque tenía que hacer revisión de todo el material escolar y ropa del año anterior para ver qué estaba en buen estado y no era necesario comprar o, por el contrario, qué necesitaba ser repuesto. Y la inspección se hacía a fondo porque, en aquellos años, a nadie se le pasaba por la cabeza que había que comenzar el curso con todo el material nuevecito. Los más afortunados, como yo que era la mayor, estrenábamos libros pero si eras el segundo, como mi hermano Manolo, estabas perdido porque los heredabas. No tengo que explicar lo que estrenaba Oscar, el tercero, los zapatos y porque con el “estirón” le habían crecido los pies.
A pesar de ser la mayor, nunca fui una niña que estrenase muchas cosas:
El uniforme, que por cierto me le hacía mi madre que para eso era modista y haciéndole ella salía más barato, me duraba tres o cuatro cursos porque mi madre, al coserle le dejaba por dentro dos metros de tela en las costuras que se iban descosiendo y adaptando cada año sacando los centímetros necesarios. Un buen toque de plancha dejaba la falda como nueva. Solía ser necesario reponer un par de jerséis y de camisas, los zapatos no porque aquellos horribles y pesados “Gorilas” duraban toda la vida. No es broma, yo tuve unos que luego heredaron otras dos primas. Haga cuentas de los años.
Como siempre fui una niña muy cuidadosa con las cosas, tampoco había que hacer grandes gastos de material escolar. Yo usaba un estuche doble, de esos que al abrirle tenía en una tapa los lápices de colores, en la otra los rotuladores y en el medio una pestaña en la que se colocaban por un lado un bolígrafo rojo, otro azul, un lápiz, goma de borrar y sacapuntas, una tijera que no cortaba ni el papel y una pequeña regla de esas con las que se podía no sólo hacer líneas rectas sino también letras y números muy chulos. En el lado opuesto de esa pestaña había una escuadra, un cartabón y un transportador de ángulos. Una preciosidad que cuando lo abría dejaba escapar un aroma inconfundible a madera, tinta y goma. Cuando mi madre pasaba revisión a mi estuche siempre sonreía porque, la mayoría de los años, apenas había que reponer nada si acaso la goma de borrar de la que ya sólo quedaba un cachito y el lápiz y uno de los bolígrafos que ya estaban a punto de agotarse.
La cartera, en mi época los niños no teníamos problemas de espalda y llevábamos los libros a pulso, estaba fabricada con un material irrompible y, como mucho, lo único que necesitaba era una pasadita con un trapo húmedo, luego se ponía un rato en la ventana para que se secase y… lista para aguantar otro año más.
Los diccionarios a los que con el paso de los años y el uso, a veces, se les despegaban un poco las tapas, los arreglaba mi madre con mucha maña y un poco de pegamento “Supergén”. Y recuerdo un año que se me había roto un poco una carpeta de esas de cartón duro que se cerraban con dos elásticos y mi madre me hizo un remiendo precioso con una tela de colores. Quedó chulísima y original. A mi madre siempre se le dieron muy bien las manualidades.
Y, por fin, llegaba el momento en que mi madre decía la frase mágica: “pasado mañana vamos a Santander a comprar los libros”.
9 comentarios:
Comparo mi infancia con la de mis hijos y parece de otro planeta... y no hace tantos años.... ¿o si?.
En mis épocas también nos pasábamos el material unos hermanos a otros.
Claro que entonces no existían editoriales tipo Santillana (por señalar) que te cambian la paginación o simplemente una página de un año para otro para que los libros parezcan otros. Estoy harto de verlo en mis clases.
Pues no sé qué decirte Logio, lo que si creo es que esos años han pasado a la velocidad de la luz. A lo mejor para nuestros padres también era así...
Juan Nadie, que sí que mis libros eran de Santillana, incluidos los de ejercicios para el verano, pero cuando aquello en la editorial había gente seria preocupada por la educación. El problema empezó cuando contrataron a pipiolos con master que descubrieron el filón que suponía cambiar los temas de un año para otro.
Besucos.
Es que yo soy bastante más viejo, creo que en mi época ni existía la editorial Santillana, vamos, estoy seguro. Pero como decimos Santillana, podemos decir una cuantas más.
Que hermosos recuerdos!
El olor de los lápices y la goma de borrar me hace feliz, me transporta a esa hermosa etapa.
Yo usé esos horrendos zapatos irrompibles que solo se abandonaban al crecer el pie y heredaba ropa de primas........ lo odiaba jajajajaja
Besos con cubrebocas
atchís!
En mi casa también se aprovechaba todo, Anjanuca, y me suena mucho eso de las costuras de sos metros en la ropa que se iban sacando a medida del crecimiento, porque mi madre también era modista.
LOs estuches me vuelven loca, me encantaban los que eran como el que describes, y sigo manteniendo la afición por los bolis, las gomas y los sacapuntas, y el material de escritorio en general,que sin duda me viene de aquellos años escolares.
Besucos.
¡Ay cantares! otra vez con resfrío, te ordeno que te cuides. ¿Te has dado cuenta de que esos olores son de los pocos que no han cambiado con el paso del tiempo?
Jajaja, ¿Tú también eres hija de modista, Ilona? Seguro que tenemos muchos momentos en común. Yo tengo tanto vicio al material de escritorio como a los libros. Junto con las librerías, las papelerías son mi perdición.
Besucos.
A mí me gustaba elegir el papel para forrar los libros, Anjanuca. Recuerdo que, en sexto de bachillerato, puse un fondo de un color distinto a cada uno de ellos y encima un dibujo hecho por mí y el plástico. Me encantaba verlos. Eran distintos. Eran míos. Hechos por mí.
¡Que poco me gustaba estudiar! Sin embargo, me agradaba escuchar explicaciones comprensibles.
Qué lejos me ha llevado tu entrada de hoy, prenda.
Un abrazo y buena noche.
¡Ahí le has dado Anderea! tu comentario se ha cruzado con la segunda parte de estos recuerdos de infancia, verás que sé perfectamente lo que quieres decir con eso de que "eran tuyos".
Besucos de buenas noches, amiga.
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