

Parece ser que allá por el 1900, el poeta Rubén Darío que estaba preparando un artículo de elogio hacia Miguel de Unamuno, leyó en un diario madrileño que le entregó Valle Inclán, un artículo de Unamuno sobre su persona. En dicho artículo, Unamuno decía, entre otras lindezas, que al poeta nicaragüenses aún se le veían las plumas que de indio que llevaba dentro de sí.
Rubén Darío, todo un señor, envía la siguiente nota a Unamuno: “Admirado señor: He leído su artículo. Yo había escrito antes otro sobre usted, sobre su obra. Ahí va. Quiero decirle que yo remito hoy mi trabajo a Buenos Aires, para publicarlo en La Nación, sin quitarle ni añadirle una coma, con la constancia de mi admiración rendida hacia todo lo que usted ha producido. Y firmo esta carta con una de las plumas de indio que, según usted, aún llevo dentro de mí.”
Pasados unos meses de la publicación de dichos artículos, Unamuno se encuentra en la calle con Valle Inclán y le comenta lo sucedido (hechos que el gallego ya conocía) y lo desconcertante de la situación.
Valle Inclán se exalta y le contesta:
«El suceso, amigo don Miguel, no tiene nada de notable y mucho menos de desconcertante. Es, sencillamente, el resultado del enfrentamiento de dos sujetos diferentes y opuestos. Es una realidad natural. Ustedes no han nacido para entenderse, porque Rubén y usted son antípodas. Verá usted: Rubén tiene todos los defectos de la carne: es glotón, bebedor, es mujeriego, es holgazán, etc. Pero posee, en cambio, todas las virtudes del espíritu: es bueno, es generoso, es sencillo, es humilde, etc. En cambio, usted almacena todas las virtudes de la carne: es usted frugal, abstemio, casto e infatigable. Y tiene usted todos los vicios del espíritu: es usted soberbio, ególatra, avaro, rencoroso, etc. Por eso, cuando Rubén se muera y se le pudra la carne que es lo que tiene malo, le quedará el espíritu, que es lo que tiene bueno, ¡y se salvará! Pero a usted, cuando se muera y se le pudra la carne, que es lo que tiene bueno, le quedará el espíritu, que es lo que tiene malo, ¡y se condenará!».
“Desde entonces, Unamuno anda muy preocupado”. O al menos eso era lo que decía Don Ramón mientras se mesaba las barbas.